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En un lugar de la lengua

(Fragmento de relato). El humo es denso y negro

(Fragmento de relato). El humo es denso y negro

El humo es denso y negro, como los humos que no han de servir para nada. O no. Mejor sería decir que sirven para convocarnos aquí, entorno a la imagen deformada de un hombre que compartió con nosotros distintas partes de su vida.

 

Digo nosotros porque estoy atribuyéndome el papel de relator –en este último momento de homenaje y de encuentro-. El último papel posible antes de dejar paso al recuerdo y al olvido que, de la mano, irán empañando el tiempo que nos resta a los demás, a los que ahora estamos aquí, en grupos, cabizbajos, esperando el momento dramático y ridículo en el que se entregan las cenizas a la familia, se oye el ahogo de los sollozos y se abren las puertas de los automóviles. Tan triste como ridículo, desde luego.

 

Quedan tres grupos de personas que guardan relaciones distintas con el difunto. Primero están sus coetáneos, los que llegaron a la gran ciudad para trabajar y salir de la miseria del sur; con sus legendarias maletas de madera y cartón y los restos de pan blanco envuelto en periódicos que hablaban de El Lute, del último pantano inaugurado y de las derrotas deportivas del Barcelona.

 

Un carpintero que llora, un albañil abatido y dos lampistas callados miran a la viuda y le apretan el brazo en señal de consuelo, la única señal que parte de la tristeza y quiere ser la fuerza que ya nunca podrá conseguir de quién se ha ido. Su formación protocolaria está muy lejos de ser elegante, distinguida o cuidadosa.

 

Después, y sentados en las sillas de la sala de visitas, están los familiares que se mantienen entorno a la mujer y los hijos, con actitudes distintas. Llevan, en sus gestos y expresiones, una partitura convencional sobre cómo mostrar una pena que, quizás, no sienten. El peso de la costumbre es, en estas ocasiones, un salvoconducto contra las rencillas más fétidas de cualquier familia porque todo el mundo comparte ese peso, esas costumbres y algún que otro extraño olor de incomprensión.

 

Y luego están los dispersos, amigos de los hijos, vecinas, conocidos curiosos y representantes de los trabajos de los familiares.

 

El humo sale racheado a causa del viento que llega del valle próximo. Es posible que cada uno de los presentes se esté contando su propia historia, esté acudiendo al baúl de los recuerdos para traerse lo mejor en este instante final aun cuando sabemos que en ese río caudaloso del pasado ha habido de todo.

 

Por ejemplo, yo he perdido al que recordaba mi infancia, el que sabía como lloraba al nacer y qué dolores de barriga tuve, y cómo era las primeras letras que escribí y cómo era cuándo dormía en la inocencia más absoluta. El relator de mi pasado se convierte en humo y no puedo más que consignarlo aquí.

 

En realidad, ahora que ese humo se convierte en símbolo de despedida. Nada más. Durará poco, a pesar de la intensidad del instante. La incesante condición de los hombres nos llevará a olvidar la muerte otra vez cuando volvamos a las caravanas de vehículos, a las discusiones insustanciales, a los recibos mal pagados, a la basura interminable de la televisión o a los parques cagados por los perros. Volveremos a creer en la consistencia completa de este extraño invento. Algunos más que otros, claro.

 

Los coetáneos del difunto esperan turno natural. Tienen una edad parecida y saben que en cualquier momento pueden ser el siguiente. Son, en cierto sentido, los más libres ante la cotilla ridícula de los hábitos nerviosos. Uno de ellos, el albañil que trabajó con el difunto durante casi cuarenta años, no puede más y llora como un niño que sabe que nunca más volverá a tener su tren de madera porque se ha roto. Peor, porque sabe que el tren se ha ido para siempre. Pero la certidumbre de un hombre setenta años cuando ve morir a su mejor amigo es más definitiva y demoledora. Los mocos le llenan el labio superior.

 

He dicho nosotros porque quiero creer que ese humo que se va para siempre y no será nunca nada más es la última imagen material de mi padre, quién se lleva la historia de mi infancia, sus sufrimientos cuando enfermaba o cuando no comprendía porque me dejaba en casa y se iba a trabajar, incumpliendo su promesa, te llevaré hijo, te llevaré.

 

Digo nosotros porque mi padre disfrutaba reuniéndose con amigos con los que bebía vino hasta la ebriedad, hasta el cante entreverado con el humo que les devolvía a los olivares de su tierra (los mismos olivares que no daban fruto más que para unos cuantos) y les enfrentaba con una mujer harta de esperarlo, sentada en casa, con dos ortalidones y medio botellín de agua del Carmen. Pero ahora no puedo dejar que la miseria doméstica del matrimonio se interponga en mi relato, le debo demasiado como para reducirlo a ese color mezquino que tienen las vidas ordenadas por el trabajo, la necesidad y el apego.

 

Digo nosotros porque es la expresión más humana que conozo para encontrar el consuelo estéril de las palabras.

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