De la realidad a la ficción: una imagen como punto de partida.
PRÁCTICA DE TEXTO DE FICCIÓN (O LITERARIO)
M. C. Escher partía de la realidad para crear efectos imposibles...
A ver cómo está vuestra capacidad imaginativa.
Aquí vive el protagonista de vuestra historia.
El resto depende de la imaginación. ¡Feliz cuento!
14 comentarios
Carlos López 2B -
Con el permiso de mi madre, salí con el balón y nos dirigimos al descampado. Allí, por mi desgracia, estaba el pesado de Rodolfo, el niño rico de aquel pueblucho, y, en cuanto nos vio, se puso a fardar de la de tierras que tenía su padre, y de cómo nuestros sucios padres trabajaban para él. Le odiaba a muerte. Nunca había tenido una pelea con él, pero un partido de fútbol, abría un inmenso océano de posibilidades. La verdad es que el deporte no era mi fuerte, y por ello, siempre solía ser el último en ser elegido. Iba con la idea de pelearme con Rodolfo, pero, muy a mi pesar, nos tocó jugar en el mismo equipo
La tarde discurría con normalidad, pero, por culpa de mi maldita torpeza, tropecé y caí justo en medio de un charco de barro.
- Vaya, ya estás casi tan sucio como tu padre después de un día de trabajo.- aquel comentario pudo con mi paciencia, y tal y como me levanté me abalancé sobre Rodolfo, el cual no se lo esperaba y fue caer a otro de los charcos que habían por allí cerca. Así, los dos repletos de barro y sangre, empezamos a propinarnos puñetazos y arañarnos por todos lados, mientras los demás coreaban a capella para enfurecernos aún más. Yo estaba del todo descontrolado y, sin esperármelo Rodolfo se lanzó hacia a mi i los dos caímos al suelo. Noté cómo algo muy duro se estampaba contra mi nuca, probablemente una roca, tardé cosa de unos segundos, tiempo suficiente en tocarme la nuca y notarla húmeda, en desmayarme.
A partir de ése momento, lo único que recuerdo es oscuridad. Aún espero, despertarme, con el miedo en el cuerpo sabiendo que, probablemente, no lo vaya a hacer jamás.
Oscar Montesinos -
Su ventana enfocaba directamente al linde del bosque, de donde podía distinguir ligeros parpadeos de luces, los gritos que procedían del interior del bosque cada vez sonaban mas cerca. Hasta que un silencio se hico en la mente de Julián, no lograba entender que sucedía, el miedo se apoderó de su cuerpo, sus extremidades no reaccionaba, su mirada dejo de fijarse en un objetivo y se perdía en el lejano horizonte de la noche, confundiéndose con el deslumbrante brillo de la Luna llena. De repente, otro disparo lo despertó de su estado, y entendió que sucedía. Se puso los pantalones de inmediato, y se cubrió su velludo torso con una camisa de cuadros rojos. Se acercó a la puerta y del colgador sacó su escopeta que tenía escondida dentro del petate.
Salió a la calle lo más veloz que pudo, y su primera intención fue dirigirse a algún lugar donde pudiera ver con claridad quienes se acercaban por el bosque.
Bajó por las calles estrechas del pueblo, salteando los pequeños charcos y riachuelos que se crearon con la lluvia del día. Se sobresaltó cuando en un cruce de callejuelas diminutas se topo de frente con un vecino del pueblo, era el aceituno, cargado también con su fusil que corría calle arriba.
-¿¡Que sucede!? ¿¡Que sucede!? dijo Julián.
-Vienen a por nosotros Julián. ¡Esos fachas de mierda vienen a por nosotros!
El hombre se apartó de golpe toreando el cuerpo de Julián y siguió corriendo como una liebre calle arriba, resbalando con la húmeda piedra.
En un primer lugar Julián no sabia como reaccionar, era cierto que en todo momento tenia en mente este lugar, era inevitable que sucediera, pero en ese momento se encontraba petrificado, el miedo se apoderó de el, pero, un pequeña llama de heroísmo se despertó en su interior, su pierna izquierda empezó a levantarse, con la intención de seguir corriendo callejón a bajo y plantar cara, tal como hico su padre. Pero un nuevo disparo sonó en el aire, pero esta vez un grito estremecedor lo acompaño, un grito de dolor, que se hico dueño de la noche, recorriendo las calles, como el rió desbordado recorre su curso y arrasa con todo lo que se encuentra a su alrededor. La pierna de Julián dejo de emplear todo movimiento, por lo menos hacia esa dirección, recordó que el heroísmo de su padre, les costo la vida, y Julián no era su padre, es un hombre con miedo, y con muchas ganas de vivir. Así que corrió callejón hacia arriba, al principio no miro hacia atrás, pero la curiosidad se implanto en su mente, y giró la cabeza, aun no podía contemplar nada más allá de las casas del pueblo. El sudor se apodero de su frente y de cada centímetro de su cuerpo, obstaculizando su campo de visión. Llegó al final del callejón y tenía que tomar la decisión de girar a la derecha o a la izquierda, sinceramente el no la tomó, fueron sus piernas mecanizadas por el miedo quienes decidieron que el camino de la derecha sería el apropiado. Que curioso escoger ese camino teniendo en cuenta de quien huía. Cuando tomó el callejón, algo se interpuso en su camino y tumbó a Julián, su cara cayó en el centro de un charco, un charco rojo, como el, y sus ojos se vieron reflectados en los ojos sin vida del aceituno, unos ojos abiertos como la flor en la primavera, y blancos como la nieve del frió invierno. Julián quedo conmocionado por el golpe, y solo podía oír de lejos unos pasos, que se detuvieron justo frente a el, giró la cabeza, intentando descubrir que sucedía, palpando con la mano a su alrededor, para encontrar su fusil, solo encontró unos zapatos de piel, y una voz en su mente.
-Quita tus manos de ahí rojo de mierda.
Arnau Antolí Gil, Víctimas de sus circunstancias. -
Para poneros un poco en situación, os diré que a la entrada del pueblo, por la carretera, se podía apreciar en la ladera de una montaña una gran pintada en blanco, negro i rojo: Euskal presoak, euskal herrira (Presos vascos a Euskal Herria).
Una vez dentro del pueblo, en las paredes de la sede clausurada de Batasuna, había colgados 9 carteles en los que se podían ver las fotos de 9 vecinos encerrados acusados de pertenecer a ETA, todavía pendientes de juicio. En el cartel además se hacía una detallada, pero no por eso menos subjetiva, descripción del caso y se les mandaba mensajes de esperanza.
Un poco más arriba, en el antiguo casal carlista del pueblo había colgadas pancartas dirigidas a 6 vecinos que estaban en búsqueda y captura, en las que se les daba ánimos y respaldo moral. Para ser un pueblo de menos de 2.000 habitantes las cifras parecen llamativas. Es por eso que no creo necesario especificar con respecto a lo que los padres de Mikel llamaban actividades de mayores.
La familia de Mikel había ocupado la antigua estación de tren del pueblo hacía ya muchos años. La rehabilitaron y la adecuaron para que pudiera ser un bernategui (albergue en el que se aprendía euskera durante unas convivencias), el proyecto tuvo su máximo esplendor durante la transición, pero con la llegada de la democracia y las escuelas en vasco, cayó en desuso.
La familia de Mikel era muy conocida en el pueblo, podríamos decir que su madre era la alcaldesa alternativa del municipio. Este hecho se debe básicamente a que, al ilegalizar-se Batasuna, su madre perdió la alcaldía oficialmente. No obstante ella seguía siendo una mandamás. Su padre llevaba años en búsqueda y captura, todo el pueblo sabía que estaba en Guatemala, pero todo el pueblo también sabía las consecuencias de hablar demasiado.
El pueblo estaba dividido, y la provincia y Euskal Herria. Mikel era consciente de esta división. Cada día la vivía en el instituto, viejas denuncias, antiguos odios y rencores. Mira los padres de aquél son unos chivatos, mira los tuyos son unos asesinos. Mikel tenía amigos de los unos y de los otros, detestaba que su madre le dijera que no fuera con unos u otros.
No quería pensar en eso, era fiesta mayor, se habían montado carpas para los jóvenes, la plaza del ayuntamiento se transformaba como cada año en una improvisada plaza de toros, y en el aire se respiraba un ambiente fiestero.
Igor le esperaba a la puerta de su casa, vamos, corre Mikel que nos vamos a perder la corrida dijo Igor, Ve tirando, yo ahora vengo respondió porque a lo lejos vio a Lidia acercándose.
Ella le contó que la había parado la Guardia Civil y apuntándola con una ametralladora le habían dicho que descargara las mochilas que llevaba en la furgoneta (Las mochilas eran de unos catalanes que estaban haciendo una ruta por el País Vasco a los cuales ella estaba ayudando). Eso no es nada dijo Mikel, No sabes que el otro día cogieron a Noemí, mi prima, y la metieron en el calabozo, tuvo suerte, no la torturaron puesto que estaba embarazada, pero no hablemos de eso ahora Lidia, vamos a la plaza que ya habrá empezado la corrida.
El pueblo estaba situado en una colina, así que subieron silenciosamente las antiguas y angostas callejuelas del pueblo. Cada uno reflexionando por su lado. El empedrado de las calles estaba manchado de sangre. Un hilo de sangre partía la calle en dos, era la sangre del toro que estaban sacando a rastras de la plaza. El dramatismo de la situación condujo a Mikel a pensar en como serían las cosas si él hubiera nacido al otro lado de esa delgada línea. Una línea manchada de sangre que dividía en dos el pueblo. También pensó que la línea dividía en dos una sociedad, una sociedad que no sabía que camino seguir para reconciliarse.
Jose Manuel Cano -
Antonio empezó por ir a su pequeño cortijo, donde tenían todas las herramientas para trabajar el campo y para la recolección de la oliva. Después de esto se dirigió calle arriba, sus tierras estaban aproximadamente a una media hora andando, hasta llegar a sus tierras. No poseían grandes tierras, más bien al contrario, solo tenían una extensión para plantar unos cincuenta olivares. Nada más llegar empezó a trabajar sin descanso alguno.
El trabajo en el campo era muy duro. Después de una larga jornada Antonio volvía a su casa. Estaba totalmente derrotado. Cuando llegó a su casa se encontró con una sorpresa. Su padre había muerto. Aquel echo le afecto mucho a Antonio.
Los años fueron pasando y Antonio creció, y se hizo un hombre ante la soledad. Había heredado todas las tierras de su padre y vivía de ellas. Antonio conoció a una joven mujer del pueblo de al lado y ambos se enamoraron locamente. Su amor era tal que al cabo de un año se casaron y pocos meses más tarde tuvieron un hijo. Éste fue el primero de los cinco que acabó teniendo. Antonio era muy feliz junto a su mujer y junto a sus hijos.
Pero sucedió algo que acabó con su felicidad. Un día cuando Antonio volvía de trabajar del campo, encontró a su mujer junto a otro hombre en su misma cama. Este suceso le trastornó psicológicamente y lo dejó absolutamente todo. Dejó su casa, dejó sus tierras, a su familia
No comprendía porque le había tocado vivir aquella de esa manera, porque le había tocado sufrir de esa manera. Primero la muerte de su padre, ahora la infidelidad de su mujer qué había hecho él para todas esas desgracias? Eso mismo se preguntaba Antonio. Pero Antonio alzó la cabeza y decidió rehacer su vida con sus hijos.
Así lo hizo y crió a sus hijos él mismo. Cuando ellos se hicieron mayores, Antonio murió y sus hijos siguieron los pasos de su padre. Antonio murió satisfecho consigo mismo, y feliz por ver como sus hijos habían aprendido lo que él nunca aprendió, no dejes que la vida ría de ti, sino ríete tu de ella.
Isabel (o Maribel) Pérez. -
Para él era el símbolo del abatimiento, lo contrario a conocer mundo, precisamente lo que él quería.
Cogió el tren y tuvieron que pasar muchas estaciones, muchos mendigos en busca de limosna y muchos quilómetros hasta que al fin llegó a su destino: La ciudad.
Todo era fantástico, luces, carteles, colores, personas La única vez que había visto a más de 50 personas reunidas fue en las fiestas de su pueblo, estaba asombrado.
Pasaron los años, contaminación, empleos, gente, gente indeseable y extenuación.
Recordó los paisajes, los árboles, la tranquilidad, la gente conocida (más vale malo conocido que ).
Volvió a subir al tren y esta vez hizo una parada antes de llegar a su nuevo destino. Al fin alcanzó su vieja (pero confortable) casa y pensó en todas las cosas que se habría perdido si nunca se hubiera ido, luego pensó también en los disgustos que se habría ahorrado.
Corrió hacia arriba, dejó la maleta y desenvolvió el paquete que había comprado en su penúltima parada del tren. Era perfecta. Acolchada, ergonómica y plegable. Sólo le quedaba estrenar-la.
Sara Toledo Mesa -
La imagen de aquella vieja cada con su empinada y larga escalera que desenvocaban en estrechas e infinitas calles llenas de recuerdos permanece grabada en mi mente. Por un momento tuve el presentimiento de no encontrar lo que esperaba porque en el fondo deseaba regresar a aquellos maravillosos días de verano en aquel pequeño pueblo en la montaña, alejado de la alocada vida que estaba viviendo en la gran ciudad.
Un remanso de tranquilidad me invadió al llegar. De pronto apareció ante mí las imágenes de aquellos niños jugando en la calle con las brillantes y sonoras canicas con las que tanto disfrutábamos. Era como volver al pasado, nada había cambiado, todo seguía igual a lo que recordaba.
Por un momento me pareció oír la voz de mi madre que bajaba las escaleras con una bandeja llena de galletas, pastas y un gran vaso de leche. El corazón me latía con fuerza y la emoción me invadió hasta el punto de derramar alguna que otra lágrima.
Mis pasos se encaminaron casi inconscientemente por los pequeños escalones. Indecisa llegué a la puerta de la casa sin saber muy bien si podría entrar de nuevo en lo que había sido mi hogar durante todos aquellos fantásticos años. Entonces los recuerdos se volvieron más dolorosos, mis padres ya no se encontraban allí, pero su presencia seguía en cada lugar y en cada rincón de aquella vieja casa.
Por un momento pensé en volver a instalarme de nuevo en mi antigua vida pero ese sueño pronto se fue de mi mente al volver a revivir todo aquello: el pasado quedó atrás y eso ya no lo podría evitar.
Después de un buen rato absorta en este dilema, decidí volver a la ciudad, aunque no sin antes llebarme dentro de mi aquella última imagen del lugar donde había sido tan feliz.
Mar Llop -
No podías dejar de darle vueltas. Quedaban dos horas para terminar las clases y poder llegar a casa para pensarlo con tranquilidad, sin Emes que preguntaran que es lo que te estaba pasando. Llevabas ya demasiadas mañanas sin prestarle atención a nada ni a nadie, y eso te hacia sentir lejos de todo. Incluso del suelo que pisabas.
Ese mediodía. Eme, te siguió hasta tu casa mientras tu caminabas lentamente. Te diste cuenta cuando la viste detrás de ti, por el cristal de tu portal. La viste y te asustaste. Era exactamente como lo habías vivido todas esas noches. Ya no podías evitarla más así que le agarraste del brazo y la hiciste entrar. Le contaste tus sueños repetidos, que solo pasaban de noche, que nunca se habían hecho realidad y que tampoco creías que fuera a ocurrir. Pero ella, detrás de ti, el reflejo del cristal, era, no lo dudabas, una parte del sueño. ¿Cómo ibas a dudarlo si todas las noches parecía real? Y luego el golpe fuerte.
Estaba pensando en las musarañas y te habías dormido en clase, como todas las mañanas. Con Eme a tu izquierda y la ventana a tu derecha, en una clase llena de compañeros inciertos, y gotas de lluvia resonando en el techo. Soñar que sueñas y que no dejas de soñar lo mismo. Son malos tiempos para los soñadores, pensaste. Soñar ya no es lo que era.
SERGIPOVEDA -
Esta imagen siempre estaba complementada con la melodía que salía de cada una de las ventanas de las diferentes casas. Sonidos que te hacían imaginar las diferentes habitaciones y momentos de cada una de ellas. Este sonido iba aumentado de volumen al mismo tiempo que el Sol aumentaba la iluminación de la calle.
Yo cada día después de detener el despertador, empezaba a escuchar los diferentes sonidos que resonaban entre las diferentes paredes de la calle hasta llegar a la puerta de mi casa. Una vez preparado para salir, abría la puerta y entraba en el mundo de los novecientos noventa y nueve escalones. Tenía un negocio que estaba situado al final de la calle, era una tienda donde vendía un poco de todo, desde alimentos a hasta libros pasando también por complementos de vestir. Era la única tienda del pueblo eso me permitía hablar con la casi todos los habitantes, no eran muchos, pero cada uno tenía una historia diferente para contarme cada vez que se pasaba por la tienda. Cada día tenía que bajar los escalones uno por uno, tenía más o menos unos veinte minutos para llegar a mi destino, durante esos veinte minutos pensaba en futuro, pensaba todo lo que haría ese día. Cada vez que bajaba una serie de escalones dejando a tras una casa para empezar otra, un sonido se atenuaba para empezar otro de diferente. Cada casa tenía su peculiar sonido, pero cada día era el mismo me permitía poder pensar en otras cosas sin fijarme en cada uno de los sonidos. Durante ese trayecto pensaba en las historias que me contarían los habitantes del pueblo.
Después de haber pasado diez horas, que eran las que yo dedicaba a la tienda, la cerraba y me tocaba volver a casa por el mismo camino de los novecientos noventa y nueve escalones, pero ahora de forma invertida, yo iba por la derecha, ahora me tocaba subirlos, la iluminación ya no estaba presente, y no pensaba en las historias que me contarían los habitantes, sino, en las historias que me habían contado. Después de haber pasados los mismos veinte minutos de la mañana pero invertidos, abría la puerta de mi casa y con un pequeño empujón cerraba la puerta, al mismo tiempo que salía del mundo de los novecientos noventa escalones.
Alberto Ubeda -
Pedro volvió solo. Volvió sin su mujer y sus dos hijas. Se vio solo después de que estas le abandonaran. Decidieron dejar a Pedro vagar solo por el mundo dado que no era el mismo hombre que cogió un tren en Sevilla con destino a Madrid dejándolo todo por amor. Por que no era el mismo hombre que cada mañana llevaba a sus hijas a la escuela y las iba a recoger para llevárselas al parque. Por que ese hombre había cambiado y después de perder su trabajo en la fábrica de tornillos lo único que le importaba era no llegar tarde a la partida de mus en el bar y que no se acabaran las botellas de whisky en este.
Pedro, tras encontrase en la puerta de su casa sus maletas, decidió volver al pueblo. Allí muchas cosas habían cambiado. El recorrido de vuelta duró aproximadamente la mitad que el de ida. Las calles estaban asfaltadas y los coches aparcados llenaban toda la cera. La plaza del ayuntamiento estaba irreconocible y la gente que paseaba por ella era totalmente nueva.
Pero no todo había cambiado. En aquel pueblo había algo que todavía seguía intacto. Pedro enfiló la calle donde se encontraba la casa donde se crió. Aquella calle seguía siendo la misma calle que hace treinta y cinco años cuando Pedro con solo 18 años la vio por última vez. Era una calle muy estrecha, quizás la más estrecha de todo el pueblo. El suelo de piedras y las escaleras desniveladas, las casa en ruinas y las esquinas llenas de orines de gato. Pedro tras subir unas estrechas escaleras se encontraba delante de la casa donde nació.
La casa estaba abandonada. Nadie había entrado allí des de la muerte de los padres de Pedro. La casa era pequeña. En su interior hacía un frío tremendo, dado que las piedras que formaban la pared no aislaban el frío. Des de la puerta podía divisar toda la casa. Observaba una cama de matrimonio al fondo, delante una mesa totalmente destrozada por las termitas. A su derecha una cocina muy antigua llena de cucarachas en la que el único alimento que había era una lata de conservas abierta. El retrete estaba en la esquina de la casa, des de él había una visión esplendida de todo el hogar.
Ese era el sitio donde Pedro había decidido volver. Un sitio antiguo, frío y en ruinas donde viviría sus últimos años acompañado únicamente de las cucarachas de la cocina y los gatos que aún paseaban por aquella triste calle.
Diego! -
yo llego a hacer un trabajo como este y me ponen un 13 como minimo xD
espero q t valla bien
y al profe... aver si se hace el bueno xq ella estudiaa mucho ^^
byess
Sandra Pérez 2ºA -
Siempre soñó con abandonar aquel recóndito lugar donde solo los viejos parecían divertirse mirando las horas marchitar-se. Pero el ¡no! ¿Alguien le había preguntado alguna vez si deseaba ver la vida pasar sentado en una silla de cáñamo? ¡No! Por supuesto que no. Y el no quería esa vida ridícula, quería viajar, ver mundo y dejar de ser el zoquete de pueblo, como solían llamarle.
Ya que el gallo le había despertado como de costumbre, se decidió a hacer las tareas diarias. Estas constaban de: Limpiar el gallinero (Intentando que el maldito gallo no lo tomara por un intruso), dar de comer a las gallinas, llevarse los huevos frescos, ir al establo de las vacas a por leche y llevar a las ovejas de paseo por las afueras.
Era algo habitual, todo niño hacía eso, si no ¿Qué pasaría con los huevos y la leche fresca? Además él era el hombre de la casa y como tal tenia que encargarse de esos menesteres.
Su madre mientras tanto se encargaría de los patos y los caballos y de amamantar a una pobre oveja descarriada.
Al día siguiente tuvo que agradecer al maldito gallo que lo despertara ya que sino llegaba tarde al colegio. Después de hacer las tareas habituales y de ducharse para quitarse el olor a establo, se fue corriendo como alma que lleva al diablo para tomar el autobús de las 6:30.
Horas más tarde, concretamente 14, él volvía a casa como una exhalación, volando en vez de corriendo, muriéndose de ganas de contarle al mundo su dicha.
-¡¡Mamá mamá!! ¡¡Lo he conseguido!! Voy a ir una semana con una familia de Madrid como alumno de intercambio, por fin podré salir de este pueblo e ir a la gran ciudad.
Él no pudo ver como el brillo en los ojos de su madre se apagaba, solo era consciente de su buena suerte y ansioso planeaba como alargaría los días que pasaría en capital.
Aunque no todo fue como esperaba, más bien nada.
El día convenido se despidió de su madre con un fuerte abrazo y corriendo tomó el bus que lo llevaría a la que sería su casa durante una semana.
Al llegar todo fueron alegrías, le enseñaron parte de la ciudad (que le pareció aterradora y tremendamente grande), y como no, la casa. Era una casa blanca, limpia, sin un atisbo de polvo ni paja, no como su granja, de la cual era imposible conseguir que no hubiera nada de eso.
Pero la encontró fría, solitaria, allí no había animales a los que cuidar ni con los que jugar ni ver crecer. Bueno algún animal si que había. Jen, el hijo pródigo de esa familia.
Para Jen, lo más importante en su vida era su Play e insultar a su madre.
A nuestro protagonista no le entraba en la cabeza como alguien podía ser tan descarado con la mujer que le dio la vida y que solo velaba por el bien de el. Jen le respondía a esto con insultos y lo que era peor girándole la cara.
A nuestro zoquete de pueblo la semana en la gran ciudad no le sirvió para todo lo que el esperaba, sino que ahora le daba gracias a dio por haber nacido donde había nacido, por vivir en su granja con sus queridos animales y su madre.
En cuanto volvió le prometió a su madre que nunca jamás la dejaría sola con todo el trabajo de granja, y que algún día seria un hombre de provecho, estudiara donde estudiara y fuera lo que fuera.
Lo único que el no sabía, es que ya era un hombre.
Carlos Zarzuela Puerta -
Ya era de día. Lo podía saber porque a través del agrietado muro de su habitación entraban los primeros rayos de sol. Cómo cada mañana, sin importar que día era, partía hacia la gran ciudad para trabajar de estatua en las ramblas. El largo recorrido hasta el centro no le importaba con tal de disfrutar de la belleza de su acompañante de oficio. Él sabía que verla le recompensaba ese esfuerzo.
Horas, eran horas las que pasaban observándose uno frente al otro. Siempre en el mismo lugar y a la misma hora iniciaban su trabajo. Les consolaba saber que el uno corría la misma suerte que el otro. Así, las dos estatuas veían incesantemente la gente ir y venir por la rambla: atareadas amas de casa con su carrito lleno de compras, empresarios de mirada enorgullecida que los miraban con desprecio, niños que salían de la escuela y aprovechaban para reírse de ellos; ridiculizar su figura o burlarse de su pintoresco aspecto.
Horas, eran horas de estar en pie, soportando las inclemencias del tiempo, esperando que alguna persona caritativa arrojase unas pocas monedas a sus canastos para cambiar de postura. Y no era nada fácil: muchos transeúntes pensaban que eran parte constitutiva del paisaje; tenían pues el mismo mérito que las estatuas de bronce. Y sus miradas pasaban siempre de largo: habían dejado de ser una novedad.
Bien entrada la noche, el sheriff y la princesa recogían sus objetos y se iban a cenar a algún establecimiento de comida rápida. Los beneficios obtenidos durante el día apenas daban para mucho más. El sheriff no se atrevía a invitar a su amiga, la princesa, puesto que le avergonzaba su mísera vivienda. Así pues, volvía al pueblo a esperar un nuevo día.
Cómo cada día, el humilde hombre volvía a su lugar de trabajo. Iban casi siempre juntos, ella se sentía segura al lado de su amigo el sheriff. Ambos temían los peligros de la gran ciudad. Era fácil imaginar que su principal terror era el de quedarse solos. Además, el trabajo era más grato desde que sabían que enfrente siempre estaría su compañero. Aquel compañero al que se habían aferrado con tanta fuerza para sobrevivir en la jungla de asfalto. Eso sí, sabían que a la mañana siguiente debían encontrarse siempre en el mismo lugar, no fuera que otros artistas les usurparan el privilegiado emplazamiento de trabajo.
Esos sentimientos hacían que al volver a casa no todo fuera tan ruin ni tan desesperante. Él buscaba la manera de conseguir otra vivienda pero sin tener que dejar su trabajo. No podía permitírselo. Era lo único que tenía de ella: el verla. Para él, ella únicamente tenía sonrisas. Todo cuanto poseía. Y él no exigía más, su amistad hacía menos penoso el trabajo. Si algún día uno de los dos no tenía lo suficiente para sus gastos, el otro no tenía ningún reparo en darle una parte de lo suyo. Pese a todo, en los canastos nunca habían las suficientes monedas y eran demasiadas las noches sin tomar bocado.
Una noche al despedirse, ella sintió el deseo de pedirle pasar la noche en su casa, pero no se atrevió. Demasiadas molestias le había causado ya, pensó la princesa. Y cómo cada noche, el sheriff no tuvo el valor de ofrecerle pasar la noche bajo la luz de las velas que constituían toda la iluminación de su mísera vivienda.
A la mañana siguiente ella no apareció. Y entonces una niña cuyos cabellos eran del color del trigo maduro se aproximó al sheriff que hacía cuatro horas que se encontraba allí, recordando. No podía explicarse su torpeza. No se perdonaba haber perdido a su princesa. Era lo único que tenía, lo único que de verdad le hacía sentir bien. No como aquella inútil casa en medio de un pueblo que le había arrebatado a su princesa. La niña le dedicó una mirada y le arrojó unas monedas al canasto. La princesa no llegaría nunca, y al comprenderlo le fue imposible a éste contener unas diminutas lágrimas de sus ojos. Éstas eran tan pequeñas que resultaron imperceptibles a la vista del pequeño corro de observadores que le observaban en aquellos momentos, totalmente enojados. Únicamente la niñita pareció darse buena cuenta de ellos, y sonrió: después de todo había pagado por esas lágrimas.
PD: Espero que esta vez se publique bien, puesto que la vez anterior por un cambio de formato no salieron correctamente los espacios.
Carlos Zarzuela Puerta -
Ya era de día. Lo podía saber porque a través del agrietado muro de su habitación entraban los
primeros rayos de sol. Cómo cada mañana, sin importar que día era, partía hacia la gran ciudad
para trabajar de estatua en las ramblas. El largo recorrido hasta el centro no le importaba con
tal de disfrutar de la belleza de su acompañante de oficio. Él sabía que verla le recompensaba
ese esfuerzo.
Horas, eran horas las que pasaban observándose uno frente al otro. Siempre en el mismo lugar
y a la misma hora iniciaban su trabajo. Les consolaba saber que el uno corría la misma suerte
que el otro. Así, las dos estatuas veían incesantemente la gente ir y venir por la rambla:
atareadas amas de casa con su carrito lleno de compras, empresarios de mirada enorgullecida
que los miraban con desprecio, niños que salían de la escuela y aprovechaban para reírse de
ellos; ridiculizar su figura o burlarse de su pintoresco aspecto.
Horas, eran horas de estar en pie, soportando las inclemencias del tiempo, esperando que
alguna persona caritativa arrojase unas pocas monedas a sus canastos para cambiar de
postura. Y no era nada fácil: muchos transeúntes pensaban que eran parte constitutiva del
paisaje; tenían pues el mismo mérito que las estatuas de bronce. Y sus miradas pasaban
siempre de largo: habían dejado de ser una novedad.
Bien entrada la noche, el sheriff y la princesa recogían sus objetos y se iban a cenar a algún
establecimiento de comida rápida. Los beneficios obtenidos durante el día apenas daban para
mucho más. El sheriff no se atrevía a invitar a su amiga, la princesa, puesto que le avergonzaba
su mísera vivienda. Así pues, volvía al pueblo a esperar un nuevo día.
Cómo cada día, el humilde hombre volvía a su lugar de trabajo. Iban casi siempre juntos, ella se
sentía segura al lado de su amigo el sheriff. Ambos temían los peligros de la gran ciudad. Era
fácil imaginar que su principal terror era el de quedarse solos. Además, el trabajo era más
grato desde que sabían que enfrente siempre estaría su compañero. Aquel compañero al que
se habían aferrado con tanta fuerza para sobrevivir en la jungla de asfalto. Eso sí, sabían que a
la mañana siguiente debían encontrarse siempre en el mismo lugar, no fuera que otros artistas
les usurparan el privilegiado emplazamiento de trabajo.
Esos sentimientos hacían que al volver a casa no todo fuera tan ruin ni tan desesperante. Él
buscaba la manera de conseguir otra vivienda pero sin tener que dejar su trabajo. No podía
permitírselo. Era lo único que tenía de ella: el verla. Para él, ella únicamente tenía sonrisas.
Todo cuanto poseía. Y él no exigía más, su amistad hacía menos penoso el trabajo. Si algún día
uno de los dos no tenía lo suficiente para sus gastos, el otro no tenía ningún reparo en darle
una parte de lo suyo. Pese a todo, en los canastos nunca habían las suficientes monedas y eran
demasiadas las noches sin tomar bocado.
Una noche al despedirse, ella sintió el deseo de pedirle pasar la noche en su casa, pero no se
atrevió. Demasiadas molestias le había causado ya, pensó la princ esa. Y cómo cada noche, el
sheriff no tuvo el valor de ofrecerle pasar la noche bajo la luz de las velas que constituían toda
la iluminación de su mísera vivienda.
A la mañana siguiente ella no apareció . Y entonces una niña cuyos cabellos eran del color de l
trigo maduro se aproximó al sheriff que hacía cuatro horas que se encontraba allí, recordando.
No podía explicarse su torpeza. No se perdonaba haber perdido a su princesa. Era lo único que
tenía, lo único que de verdad le hacía sentir bien. No como aquel la inútil casa en medio de un
pueblo que le había arrebatado a su princesa. La niña le dedicó una mirada y le arrojó unas
monedas al canasto. La princesa no llegaría nunca, y al comprenderlo le fue imposible a éste
contener unas diminutas lágrimas de sus ojos. Éstas eran tan pequeñas que resultaron
imperceptibles a la vista del pequeño corro de observadores que le observaban en aquellos
momentos, totalmente enojados. Únicamente la niñita pareció darse buena cuenta de ellos, y
sonrió: después de todo había pagado por esas lágrimas.
Víctor Sánchez Ramírez -
No fue él quien abrió los ojos, fueron los cantos matutinos de los gallos de su corral quienes se los abrieron por él. Pero eso era normal, era el pan de cada día. Fue el mareo que había instalado en su cuerpo y el intenso olor a alcohol que desprendía su raída barba lo que le acabó de desorientar.
Esa sensación tan terrible le mantuvo atado a su desencajado y maltrecho lecho, que acabó abandonando más por el asco que este la daba, que por haber recuperado el sentido.
La imagen que se le presentó le dio ganas de volver a la cama, pero algo en su interior le decía que tenía algo importante que hacer. Buscó a su alrededor algún indicio que le ayudara a acordarse de cuál era su tarea pendiente:
Lo primero que vio, la destartalada mesa, de patas anchas y agrietadas. Había en ella un plato sucio, su cuchara de madera y una jarra tumbada, que había dejado toda la superficie llena de un líquido de sospechoso color. Al lado hacía equilibrios una silla de madera muy vieja y gastada. Pudo apreciar que una de las patas había sido remendada no hacía mucho. De ella colgaban una bolsa de piel, y un fusil. No se sorprendió. Al fondo de la habitación vio lo que intentaba ser una cocina. El suelo ennegrecido por el fuego contrastaba con el rojo oscuro e intenso de la sangre reseca que había quedado incrustada en la superficie de la mesa . Las moscas vigilaban un trozo de conejo algo seco que quedaba por allí encima. Esa imagen le hizo girar la cabeza de golpe. Su vista paró justo en frente de la puerta. Ésta no encajaba bien don el marco, se había deformado por la humedad. Al lado podía entrever la calle, siniestramente silenciosa, a través de los cristales rotos, porque los demás estaban demasiado llenos de polvo y escoria.
Antes de continuar su inspección, se rascó el pelo, con ademán de remover su escasa memoria, pero fue en vano. Todas aquellas imágenes no le decían nada de nada.
Acabó de girar sobre sí mismo y fijó su mirada en la ropa que había al otro extremo de la habitación, enfrente de la cocina. Todas las piezas estaban colgadas de percheros improvisados con clavos y habían adquirido un tono oscuro, ennegrecidas por la suciedad y el polvo y se podía deducir que estaban bastante rígidas. Finalizó la inspección mirándose los pies, que estaban cubiertos por unas botas llenas de barro, remiendos y sangre. Esto último le extrañó, pero su aturdida mente no lo acabó de entender.
Al fin, decidió salir a la calle, a ver si entendía lo que debía hacer. Se acercó a la mesa, se quedó mirando la silla de la cual colgaban el fusil y el macuto de piel, pero fueron ignorados, igual que estaba siendo ignorad su memoria. Se movió hasta los improvisados percheros y palpó la ropa hasta que intuyó una chaqueta, algo rígida, la cogió y la encajó en su perjudicado cuerpo. Giró hacia la derecha, agarró la puerta, y de un tirón salió a la calle.
Le faltó poco para caer de espaldas. Había pisado algo que había rodado bajo sus pies. Bajó la mirada y advirtió que el pavimento de la calle estaba sembrado de casquillos de balas. Balas de fusil. Su mente empezó a comprender. Una sensación de miedo y un escalofrío recorrieron su cuerpo, alzó la cabeza, sus orejas captaron el estruendo de los fusiles ajenos, y sus ojos vieron un cartel que, con llamativos dibujos de campesinos armados, incitaba a él mismo y a los de su misma condición a luchar por la república.
Cuando entendió al fin el sentido de todo aquello, era demasiado tarde, una bala Falangista impactó en su cráneo, atravesó su recién iluminado cerebro, y finalmente abandonó al pobre campesino, que quedó tendido en la puerta de su humilde casa.