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En un lugar de la lengua

Práctica narrativa

EL ÚLTIMO COMBATE.

Shang Son Tung es el mejor guerrero de la corte, pero... Continúa la historia.

(Y fíjate en las líneas pintadas en el suelo).

2 comentarios

Eva Corrales -

Siempre había soñado llegar a ser como Shang Son Tung, el héroe de las historias que le contaba su padre a la hora de ir a la cama. Shang Son Tung era el mejor guerrero de su corte: un hombre noble, valiente, admirado por todos los súbditos de un próspero reino oriental de antaño.
Albert había sido un niño alegre, juguetón y algo despistado toda su infancia. Se trataba de un niño soñador y cariñoso, tan risueño que encandilaba a todo aquél que lo conocía. Se pasaba las clases haciendo figuras con las hojas que arrancaba de sus cuadernos. Sin darse cuenta, convertía su pupitre en un minúsculo campo de batalla. Y él era el poderoso guerrero, preparado para el enfrentamiento. Se veía rodeado de toda la corte, aclamado por sus fervorosos seguidores; se sabía querido, y sabía que su amada, temblorosa, aguardaba en un rincón alejado, sufriendo, con un pañuelo entre las manos, el final del combate. Él podía provocar las lágrimas en los ojos de miles de personas, ya fuera por temor o emoción. Y, de repente, volvía a la realidad, despertado por la campana del colegio. Hora del recreo. Salía el primero de clase, con el bocadillo que le había preparado su madre. Comía con hambre mientras bajaba corriendo a la pista de deportes. Todos los niños se reencontraban formando un gran corro, donde discutían quiénes serían los capitanes, y pronto formaban dos equipos de baloncesto. El juego empezaba lleno de dinamismo, energía y follón. Los pequeños escolares corrían, saltaban, gritaban y vivían sus juegos como un gran campeonato mundial; cada punto era celebrado como un gol: se abrazaban, se felicitaban, luchaban a muerte por cada uno de ellos.
Fueron pasando los años y Albert se dio cuenta que aquello que día tras día le daba fuerzas para levantarse, para sonreír, para tomarse su bocadillo y que, en definitiva, le hacía sentir ser alguien en la vida, eran esos momentos tan esperados a la hora del recreo, cuando jugaba a baloncesto, siempre elegido capitán, y podía percibir una gloria que identificaba con su amado guerrero, su deseo, su meta en la vida: la gloria de Shang Son Tung. Cuando Albert acababa las clases, empezó a entrenar en un equipo de baloncesto. Saber que a las cinco de la tarde sacaría de nuevo su bocadillo lo llenaba de una sensación que todavía no comprendía. Sentía la necesidad de saltar, de correr, de gritar, de moverse para gastar la energía que rebosaba de su cuerpo. Y eso lo conseguía jugando. Esa sensación se hacía más poderosa mientras esperaba a sus compañeros, así que a la hora del juego, dejaba su piel en el partido, corriendo como el que más. De este modo, un día el padre de un compañero lo invitó a unirse a un equipo más importante, y fue prosperando hasta llegar a un equipo juvenil en una liga de mayor categoría de la región.
Se jugaban el ascenso. Su entrenador, que lo sacaría como jugador titular, le había dicho que unos seleccionadores de la ACB vendrían a ver el partido. Sus padres no faltarían al encuentro. Tampoco varios amigos, entre ellos una tímida chica que acababa de conocer en su último curso antes de llegar a la universidad, una chica que le había robado el corazón. Todos estarían animándole, era la estrella del equipo y el público gritaría por él. Un cosquilleo se apoderaba de su atlético cuerpo. Una mezcla entre nerviosismo y pasión recorría sus venas. Estaba preparado, se sentía poderoso, sabía que este partido era crucial, la batalla final, pero estaba seguro de sí mismo. Él sería el gran guerrero. Se vería rodeado de aquéllos a quienes más quería y de aquéllos que tanto lo querían, sus fervorosos seguidores que lo aclamarían especialmente en este partido. Y sabía que allí estaría su chica, medio escondida, con ánimos de pasar desapercibida, esperando el final del partido, nerviosa y sufriendo por el chico de sus sueños. Sus ojos podrían llegar a cubrirse de lágrimas, como los de tantos admiradores, llenos de temor o emoción.

Jonathan Aragon Escobosa -

Sentía en su interior un vació que el honor de servir al emperador y el respeto que infundía a los demás súbditos gracias al duro entrenamiento sometido desde su nacimiento no podía ser llenado. Por mucho que se esforzaba en cumplir con sus obligaciones ni repetirse repetidas veces que era privilegiado entre los demás por la posición que tenia, nunca se le llegaba a ver un rasgo de felicidad en su rostro. En su nacimiento fue elegido de entre cien recién nacidos entre su clan para ser entrenado en el gran templo shaolin con un único objetivo: servir al emperador. Tuvo la suerte de que no él sino otros, considerados sabios, eligiesen su futuro nada más al llegar al mundo. Nunca conoció a su familia, puesto que consideraban que era un obstáculo para su completo desarrollo. Un aquel guerrero que llegase a poner sus sentimientos por encima de su deber era un ser débil y un enemigo al que había que eliminar. Le convirtieron en una maquina de matar. Pero él era diferente. Desde el principio destaco entre los demás. Su dominio de la arte marcial superaba con creces al de los demás alumnos y a los trece años superaba al sumo sensei. A su mayoría de edad fue puesto al servicio especial del emperador. Y al poco tiempo se convirtió en el capitán de la guardia imperial. Su nombre era temido más allá de sus fronteras. El único deseo del guerrero de la guardia debía ser servir al emperador, o al menos le hicieron creer. Pero como ya he dicho el era diferente. Sabia que había algo más allí fuera. No sabía el que. Tampoco no se atrevía a descubrirlo. El más poderoso guerrero de la corte tenía miedo a descubrir el mundo. En una misión de reconocimiento en la ciudad capital se sorprendió. Unos chiquillos se divertían (o al menos eso parecía) solo con tirar un objeto esférico intentándolo tirar por una cesta. En ese momento el objeto esférico le callo a sus pies. Lo agarró. Tenia un tacto rugoso pero suave, duro pero elástico y sin saber como lo lanzo al aire y siendo la primera vez que lo hacia la encesto. Su corazón empezó a palpitarle cada vez mas rápido, sentía escalofríos por todo el cuerpo y una emoción que le invadía parecida a la primera batalla ganada. Pero eso era diferente. Aquello le lleno. Por primera vez se sentía orgulloso de si mismo. Pero a la vez se sentía avergonzado. Como el más poderoso entre los guerreros, famoso por haber ganado batallas que desde el principio estaban perdidas y matado a contrincantes de tamaño de un gigante podía sentirse orgulloso de aquella chiquillada. Aun así pregunto a los niños que fue aquello que acababa de suceder. Le respondieron: “Acabas de descubrir el baloncesto”.